martes, 14 de septiembre de 2010

23/12/90

Era un día apacible, caluroso y tranquilo de diciembre, nadie sospechaba de la decisión o más bien de la sensación que me llevaría a tomar esa decisión; esa sensación era de vacío, aunque ese vacío todavía no era efectivo, se concretaría al caer la tarde, esa tarde que me cambiaría para siempre.
Ya los domingos no serían como los de entonces, de ahí en más ya dejaría de pertenecer a ese grupo selecto que integran la mayoría de los mortales, pasaría a integrar una minoría, quizás única o compartida a medias con mi hermano.
Ese domingo se jugaba la fecha final del campeonato, el encuentro preponderante era River-Velez, si River ganaba era el campeón, sino sucedía así, el campeón sería Newel’s.
Pero a pesar que yo era de River, sí, oyen bien era de River, no me interesaba si ganaba o perdía, si conseguía el campeonato o quedaba segundo como en toda la década del ’60, eso era intrascendente.
Lo que hacía tan especial ese día es que una vez finalizado el partido mi pasión por River moriría, repito, sin importar el resultado moriría. La situación era irreversible, sin vuelta atrás.
Después de todo si el amor y la pasión por una mujer pueden súbitamente morir ¿por qué no puede suceder lo mismo con el cuadro que me acompañó una parte de mi existencia? Si al fin y al cabo es sólo pasión, es sólo amor.
Esta situación traería aparejado otro problema ¿cómo explicar a mi entorno futbolero que mi músculo cardíaco no palpitaría más por los colores de siempre?
Entonces me aquejaron por unos breves momentos pensamientos sombríos ya que me acusarían de traidor; pero ¿por qué? Si no cambiaría de amor, sólo moriría. Podría ver un partido, final del mundo incluida sin que se me mueva un pelo.
De todos modos siempre tuve claro que si ese amor nació por una persona, esa persona podría quitármelo y así fue.
La mayoría de los mortales futboleros se aferran siempre a sus creencias, a su fanatismo, a sus colores por dos motivos:
1) Hereditarios: nacen con los colores en sus pechos como producto de sus mayores y a su vez repiten con sus menores.
2) Por lugar de residencia: el barrio pesa tanto que no tienen otra alternativa, nacen con ese estigma.
Ahora que ha pasado el tiempo y que puedo analizar lo sucedido con la paz que da el haberme alejado de todo fanatismo, veo con cierta claridad que quizás siempre he pertenecido a una minoría que no encuadra en aquella mayoría.
Mi papá es de Racing, por el Tata; mi mamá de San Lorenzo por los bailes de su juventud, aunque nunca supo un solo jugador que integre algún plantel santo; mi hermano Andrés de Boca y hasta el día de hoy nadie sabe el ¿por qué? (seguramente para llevarme la contra); yo de River, pero no por River, sino por una cuestión matemática.
He aquí el enunciado:
Eran los años de mi niñez y como todo niño inquieto de barrio fui gestando una amistad que luego se convirtió en mi primer amor, no porque la tratara bien, por el contrario, siempre fui algo tosco con ella. Nuestra amistad nació porque de a poco fui aprendiendo a cobijarla, a darle abrigo entre mis brazos, la fui educando para que siempre viniera a mí.
A la edad de ocho años seguí con uso de razón mi primer mundial y a primera vista nació mi segundo amor; quedé deslumbrado por nuestro gran arquero; pensaba ¿cómo podía ser que todas, pero todas las pelotas, hasta las más difíciles le llegaran a él y él con la seguridad con que mi papá y mamá me abrazaban la tomaba firme pero con amor en sus manos?
No importaba la calidad del rival, sino pregúntele al polaco Lato cuando desperdicia un penal shoteando débil a las manos de este gran arquero o mejor dicho caprichosamente la pelota va al encuentro de su amado; tampoco importaba si él quedaba vencido, ya que los postes hipnotizados por su figura acudían en su ayuda, sino pregúntele al holandés Resembrik cuando a los 45’ del segundo tiempo estrelló un tiro, el tiro de la final del mundo en el palo derecho cuando el encuentro estaba 1-1, si otro hubiese sido el desenlace millones de corazones celestes y blancos habríamos enmudecido en ese instante.
He aquí la ecuación:
Yo desde mi primer uso de la razón amé a la pelota y esta a su vez era pertenencia de este soberbio arquero con nombre y apellido, él era el guardameta de River, por lo que comencé a amar a River. ¿se entendió? No fui de River ni por herencia ni por lugar de residencia, fui de River y fui hincha del fútbol sólo por él.
Una vez aclarada mi situación volvamos a ese domingo; antes, justo antes que el referí toque el pitazo del comienzo tuve una revelación y encontré al culpable de mi desamor. ¡El culpable es el TIEMPO! exclamé en un silencio ensordecedor y ahí nomás le reproché frente a frente: ¡qué derecho tenés desgraciado para transcurrir sin detenerte!
Luego de haberme esperado por unos instantes el árbitro finalmente pita y da comienzo a la última fecha del torneo.
El gran cancerbero ataja en ese encuentro como nunca, mejor dicho como siempre, ataja un penal y bate el récord de penales atajados; termina el encuentro 1-2 a favor de Velez, campeón Newel’s y así le quitó el campeonato a mi River, a su River ¡cuánta honestidad!, todos los diarios califican su desempeño con un diez y en todos los titulares la frase es la misma: ACTUACIÓN BRILLANTE Y MEMORABLE.
Ni bien termina el cotejo, el inefable del buzo verde, haciéndose cómplice mío, se le para de manos al tiempo y le dice “escuchame, pero escuchame bien carajo, me voy porque quiero, yo dejo el fútbol y no el fútbol a mí, esta vez la vergüenza queda de tu lado”
Y así con la frente bien alta y con el deber cumplido en sus 598 partidos jugados en primera y otros tantos en la selección, se retiró y junto con él se retiraron de mí el amor y la pasión por River y la selección.

Luis M Valero (H)

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