lunes, 3 de mayo de 2010

Perdón redonda

Perdón redonda


Soy un pibe de barrio, aunque ya no soy pibe ni vivo en el barrio; pertenezco quizás a la última generación que disfrutó la calle, el potrero, la cuadra.
Este pibe jamás fue a una escuelita de fútbol, en esa época no existían como tales, no hacían falta; mis escuelas de fútbol fueron Magán 866, La Pajarito, Arredondo, El Potrero, El Pío XII, La Asociación Cristiana, El Club Sarmiento, El Club Crámer.
Crecí con la seguridad que en vez de glóbulos rojos tenía pelotas fluyendo por mi torrente; todo lo dimensionaba en canchas o canchitas de fútbol. Mi vida pasaba por la redonda.
Por capricho de la memoria o lo que es lo mismo del paso del tiempo, no recuerdo cómo comenzó mi amor por ella (la pelota), quizás porque nací con ella.
Jugaba mañana, tarde y noche, en época de clases o vacaciones, en la calle con los amigos del barrio, con Andrés y papá o sólo; pero siempre jugaba con ella.
Mi puesto era arquero y de los buenos, me desempeñé en la holanda de fines de los ’70 (esa era la camiseta de nuestro equipo en Magán), Crámer ’82, Pío XII hasta el ’83, Arredondo hasta los primeros amores adolescentes e infinidad de equipos alternativos, hasta jugué una temporada (ya con veinte tantos años) en cancha de 11 con árbitros y jueces de línea en un campeonato en un club de San Isidro.
Digo que era bueno y a las pruebas me remito: me tocaban el timbre para integrar equipos de otras cuadras, era el Fillol de los equipos que integré; por culpa de ese genial cancerbero soy hincha de River.
Mi primera volada la recuerdo a la perfección, sucedió en Magán, exactamente en Magán 866, la puerta de mi casa, tendría unos 8 años, fue con una pelota de plastibol (las naranjas, livianitas y que zigzagueaban como mosquitos). Estábamos jugando un arco a arco, las dimensiones de la cancha: 2 veredas de largo por el ancho de la misma más un pedazo de pasto, las líneas eran la pared y el cordón ya que luego estaba la peligrosa calle donde pasaban los 33 y los 271. Jugaba contra Gustavito, uno de los mejores de la cuadra, shoteó un zapatazo alto junto al árbol y ahí mismo como dos resortes, como influenciado por ese magnífico del buzo verde con el 5 o I romano en la espalda según jugara en la selección o en river respectivamente, mis pies remontaron vuelo por primera vez y con el puño de la mano derecha saqué esa pelota endiablada con destino de gol. Los gritos de la tribuna se hicieron ensordecedores, no daban crédito, estaban presenciando el momento mismo del nacimiento de una leyenda que ya nadie, salvo yo recuerda.
Dado que ya abandoné el fútbol voy a revelar un secreto: a la derecha volaba a la perfección, pero a la izquierda y alta esas pelotas eran mi talón de Aquiles. Como a esa edad siempre atajaba en la puerta de mi casa me acostumbré a volar a la derecha que era donde se encontraba el pasto, ya que a la izquierda no podía porque estaba la pared. Pero ahí nomás desarrollé mi gran virtud, me ubicaba de tal modo que los contrarios pateaban a donde yo quería y además aprendí a achicar como los dioses. Cada vez que jugaba me calzaba los sacachispas, medias futboleras, pantaloncito y el inefable buzo de arquero verde, ese que me transformara en imbatible; no importa que hicieran 40º y que la tela de ese buzo pareciera arpillera, con ese buzo era invencible.
La lluvia o la noche no me impedían el fulbo, al contrario, agudizaban el ingenio; el mío y el de Pa y Ma que me compraban pelotas de goma espuma que no rompían las cosas ni los oídos; sillas, sillones servían de arco y el tamaño de la pelota iba cambiando inversamente proporcional al aumento de la hora nocturna. Ni siquiera la cama podía contenerme ya que en compañía de la almohada fuimos testigos de epopeyas memorables a través de mis relatos.
El único que pudo con esta pasión fue el tiempo, crecí, fui cambiando los centros de interés, circunstancias de la vida golpearon y de a poco la fui dejando, olvidando.
Aunque ya grande, algunos años antes de ese olvido, obtuve el diploma al mejor arquero – jugador de la semana en el hotel de Luz y Fuerza de La Falda. Ese día la descocí, los 930 metros de altura no hicieron mella en mí, me atajé todo; pero todo de verdad, terminé con la valla invicta, encima hice los goles del equipo y uno de ellos fue un verdadero golazo: dejé un rebote largo a propósito, seguí con dominio del balón por banda izquierda, llegando a mitad de cancha me salen a tapar dos defensores, pasé por el medio y cuando me sale el arquero lo dejé a mitad de camino picándosela, el pobre quedó mirando como se le metía de emboquillada.
Como todo buen jugador que se aprecie de tal tuve malos partidos, uno en especial, fue tan olvidable que lo recuerdo a la perfección. Mi hermano, Andrés, estaba entrenando para dar el ingreso al instituto de educación física (no lo sabe, pero gracias a él descubrí mi profesión) y todos los sábados después del entrenamiento se quedaban a jugar un picado en la canchita del club Mitre abajo del viaducto y una vez me invitó a jugar; pero tuvo la tan mala idea de hacerme una fama…cuando llegué poca más que esperaban a Distéfano, Pelé y Maradona juntos en una sola persona; no se por qué no atajé, quizás por la fama de extraordinario jugador que me había hecho Andrés, entonces jugué de 3 (soy zurdo) creo que la toqué una sola vez en todo el partido y con ese único contacto hice un gol, pero en contra. Me quería ir, quería treparme al viaducto para tomar el tren a La Plata.
Como verán fui feliz, soy feliz, aunque por razones diferentes. Pa y Ma siempre se preocuparon para que nada nos faltara, a mi hermano los soldaditos y aviones para armar y a mi las redondas de diferentes tamaños y composiciones. Ahora tengo una familia preciosa.
A pesar de esta felicidad y por causa de aquella felicidad me siento en deuda con la que me acompaño casi toda mi existencia.
Ya no juego con ella, sólo en el recuerdo imborrable; pero ese no es el motivo de mi deuda, sino el verdadero motivo es el negarla, sí, como escuchan, el negarla cuando a veces mis alumnos me dicen: profe falta uno ¿se prende? Y ahí mi falta, les contesto: que no nací para eso, soy de madera.
Ahora sólo corro, queriendo olvidarla pero no puedo; a veces me imagino llegando a la meta y que esa carrera sólo fue para buscar a los pibes y ahí nomás armar el picadito de siempre en las canchitas de antaño; pero ese sueño de regresión jamás se cristaliza, sólo me alivia en parte esa tristeza el hecho de haber mejorado mi tiempo, tiempo que nunca volverá y es por eso que te pido: ¡perdón redonda!
Luis Mario Valero (H)

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